“Me cargan los optimistas”: La condena inexorable del tiempo

8 enero, 2019

Se trata de una obra con una lograda escenografía, la cual nos sitúa en un departamento de clase media: sobre un arrimo el teléfono negro de finales de los ’70 y la radio casetera muy popular en los años ’80, una mesa de comedor que da a la cocina y en la entrada un piano antiguo. Los ventanales y la luz que entran por ahí crean la atmósfera ideal y creíble, mientras los actores se desenvuelven con mucha naturalidad sobre el espacio dramático.

Por Miguel Alvarado Natalí

En este montaje nos encontramos con esa temática recurrente y realista que es el conflicto familiar y la brecha que existe entre los ancianos y los jóvenes. Basada en la obra La estudiante y el Sr. Henri (2012) del escritor y director de cine francés Iván Calbérac (48 años), el cual también la llevó a la pantalla grande en el 2015 con el mismo título y que hoy se está presentando en el Teatro Mori del Parque Arauco.

Me cargan los optimistas es la historia de Enrique, un contador  jubilado y gruñón de 78 años, que vive en un departamento desde que murió su esposa hace tres décadas, el cual es incentivado por su hijo a que arriende una de las habitaciones a una estudiante y de paso que le sirva de compañía, ya que le tienen que recordar el horario de sus remedios. El asunto se concreta, pero este anciano tenía un plan: dar meses gratis a la hermosa inquilina, a cambio de que ella seduzca a su hijo para separarlo de su posesiva nuera, a quien él desprecia.

Es una comedia con algo de ironía muy liviana, si bien es cierto, su argumento es novedoso, no consigue atrapar plenamente al espectador, pese a que los diálogos están bien hilvanados pero comunes, no existe ese quiebre o clímax esperado y solo la risa da paso a la emotividad en los momentos culmines de esta pieza teatral. Por su parte, la actuación de Julio Jung interpretando a este veterano es magistral y una vez más da gusto verlo sobre el proscenio, así como lo vi por primera vez en 1985 en la obra Regreso sin Cusa, donde junto a María Elena Devauchelle interpretan a una pareja de exiliados que viven en Suecia y que retornan a Chile. No ayuda en la valorización total de esta presentación, el cambio de actriz, específicamente si hablamos de la protagonista (en la presente función se reemplazó a Constanza Mackenna).

Bien lograda la escenografía, que nos sitúa en un departamento de clase media: sobre un arrimo el teléfono negro de finales de los ’70 y la radio casetera muy popular en los años ’80, una mesa de comedor que da a la cocina y en la entrada un piano antiguo. Los ventanales y la luz que entra por ahí nos lleva a tener la atmósfera ideal y creíble. Mientras los actores se desenvuelven con mucha naturalidad en el espacio escénico.

Esta obra es el destino que de una u otra manera estamos condenados a vivir cuando llegamos a viejos, es el aceptar a los demás tal cual son, aunque nos cueste. Reconciliarnos con la vida y consigo mismo para cuando el último latido de nuestro corazón llegue, estemos felices. El autor escarba en las frustraciones que llevamos dentro, en las dificultades que tenemos de comunicación y convivencia con los demás, el valor de la juventud y la belleza, pero también el de la experiencia que entrega la madurez.

 

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