Javier Agüero Águila, académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
En Chile no hay batalla cultural en el campo político –mucho menos ideológica–. Lo que sí se evidencia es una industria de la polémica, es decir una máquina que se enchufa corriente desde lo superficial; lo dérmico que se codifica a través de los medios de comunicación típicos; medios que hacen las veces de caja de resonancia funcional para aquellos habitan en posiciones de poder. A lo anterior podemos sumar a los denominados think tank (jamás neutrales) que, herederos de la Transición que demandaba urgente de la presencia tecnócrata, hicieron y hacen caja distribuyendo diagnósticos e impulsando lecturas de la sociedad siempre tributarias a sus intereses.
Y sostenemos que no hay batalla cultural porque no hay ideas en disputa, verdaderos marcos de análisis en tensión, menos categorías que hagan emerger un escenario en donde visiones de mundo radicalmente opuestas se enfrenten en el plano de las ideologías y de los conceptos.
En este sentido “la nueva izquierda” o el Frente Amplio, en principio testaferro del imaginario octubrista, no tuvo la contundencia intelectual para ir más allá de la reproducción de eslóganes refundacionales y tampoco la potencia para ser correlación en clave política de la fractura que evidenció el Estallido.
Ciertamente, y como algunos ya se han encargado de decirlo, este brote generacional/estético/discursivo –que encontró en los gobiernos de Concertación el significante amo que le permitió articular una prédica de la excepción, de la rebelión y, desde un lente freudiano, ajustar cuentas con el padre– no pasó de ser una tribu urbana más amplia, seductora y millennial con una capacidad increíble para ganar elecciones pero asémica, sin contenido específico ni semántico, fofa intelectualmente y con casi nula habilidad para moverse en la inopia del juego político cotidiano. Apuntemos que del naufragio definitivo lo salvó ese mismo padre que amenazaban con asesinar: el tan vilipendiado team de la Concertación.
¿Qué batalla cultural podría dar una coalición política con estas características? ¿dónde habita el régimen de la idea en un grupo que, amparado en una suerte de novedad sensualista, nunca tuvo espesor ni densidad más allá de su atractiva impronta bobó (bourgeois bohème)?
Por otro lado, la derecha. Caleidoscopio que reúne desde el extremismo melancólico de la dictadura, pasando por el gremialismo, hasta el liberalismo-pipiolo representado por Evópoli. Habría que sumar al nuevo fichaje (fugado de la DC, el PPD y el PR) representado por “Demócratas”, quienes a propósito del último proceso constituyente no dudaron en cuadrarse con la propuesta de la extrema derecha de Kast.
Al igual que pasa con el Frente Amplio no hay, entre estos grupos, un tendido ideológico relevante; menos un urdido conceptual que derive en sustancia teórica y relevancia práctica. A la tradicional pobreza intelectual de la derecha chilena se le adhiere, en la actualidad, como un lastre que no pueden camuflar, el pinochetismo; articulándose oportunamente según sean los imperativos del contexto y adecuándose entre sus facciones a lo que han identificado como primario en la subjetividad colectiva del país: seguridad y crecimiento económico.
Sin embargo, el paradigma de la seguridad y la anquilosada devoción al capital que define a la sociedad chilena de los últimos 50 años, tampoco deviene en una plataforma cultural, digamos, inseminada de grandes ideas. Y salvo la variante académica de Daniel Mansuy quien, evidente, escribe para alimentar un proyecto de la derecha a largo plazo y establecer los cánones para la interpretación histórica, ni de asomo hay algo así como una “razón sustantiva” (Weber) que derive y nutra la praxis política.
Entonces lo que se ha desencadenado a partir de la supuesta “derrota cultural” de la izquierda que, a modo de expiación, sacó a la luz pública Gonzalo Winter, no es tal porque ninguno de los bandos supuestamente en disputa representan una cultura y menos una ideología (que actuaría como un sistema cerrado de ideas según Marx); no dan ese ancho y no fichan en ninguna pugna conceptual real porque justamente no tienen conceptos, solo ocurrencias, eslóganes, torsiones de topo tipo, mutaciones ad-hoc, en fin.
Pero quizás hay algo que sí los anexa a todos; una potencia tan espectral como orgánica que podría ser nuestra única ideología invisible; el ethos que nos convoca, la pasión que moviliza. Me refiero a lo que Eduardo Sabrovsky denominó alguna vez el “genoma neoliberal”. Aquí sí deambula y acecha la única cultura posible que no entra al campo de batalla porque no tiene enemigos ni necesita revalidar su hegemonía.
Mientras aquel genoma siga su secuencia reproductiva, simplemente, no hay ninguna batalla sino una vulgar industria de la polémica.